Hasta mediados del siglo XVIII, la economía del mundo occidental estaba basada de forma casi exclusiva en la agricultura y el autoconsumo, no existía una organización
industrial tal como hoy la conocemos y los productos comercializables se fabricaban en talleres artesanales de
mayor o menor tamaño. La transformación, iniciada en Gran Bretaña, se basó en una serie de innovaciones tecnológicas que, junto a la utilización de
nuevas fuentes de energía, sustituyeron a la mano de obra por las máquinas y dieron paso a nuevos métodos de organización fabril de producción en masa, a un aumento sin precedentes del consumo, del comercio y del bienestar de la
sociedad.
Una característica distintiva de esta revolución fue la aplicación sistemática de los
nuevos conocimientos a la producción, de forma que la ciencia precedió a la práctica y
los
inventores transformaron los conocimientos teóricos en procedimientos útiles. A todo
este
proceso de desarrollo se le ha
denominado Revolución Industrial.
La industrialización no se extendió simultáneamente ni de forma homogénea por todo el mundo occidental. En la primera mitad del siglo XIX alcanzó a EE.UU. y gran parte de la Europa occidental, llegando después de 1871 a Alemania. A partir de mediados del siglo
XIX, se
inició una
nueva fase denominada Segunda
Revolución
Industrial, con
la utilización de nuevas formas de energía como la
electricidad y el petróleo.
La Revolución Industrial impulsó la revolución política que terminó con el absolutismo
monárquico y dio paso al liberalismo, basado en el respeto de la iniciativa individual, la existencia de una Constitución donde se contemplan los derechos de los ciudadanos, el
derecho
al
voto y la separación de poderes. El liberalismo reguló el nuevo sistema
económico, el capitalismo, para responder
a las
necesidades planteadas en esos
momentos. El liberalismo económico se basaba en la no intervención del Estado en cuestiones financieras, empresariales o sociales y favorecía los intereses de la burguesía, que hasta
entonces se había
visto coartada por el Antiguo Régimen.
Para muchos historiadores, la Edad Contemporánea se inició a finales del siglo XVIII con las “tres
revoluciones”,
la Independencia Americana, la
revolución francesa y la
Revolución Industrial.
La primera Revolución Industrial fue un proceso lento, en Gran Bretaña tardaría más de un siglo en completarse, no llegaría a algunos países europeos hasta finales del siglo XIX y sus
consecuencias provocaron un cambio profundo en la economía, la política y la sociedad.
A partir del siglo XVIII la población europea empezó a crecer a un ritmo muy rápido. La
presión demográfica dio lugar a la demanda de multitud de productos, impulsando la Revolución Industrial y un conjunto de avances en la agricultura para poder generar la
cantidad y calidad de los alimentos necesarios. La creación de fábricas, con
necesidad de personal, fue cubierta, en parte, por los obreros del campo que emigraron a las ciudades en busca de empleo.
Todo parece indicar que hubo una interacción entre estos tres procesos, aumento demográfico, Revolución Industrial y avances en agricultura.
1. EL PAPEL DE GRAN BRETAÑA EN LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
Gran Bretaña contaba en el siglo XVIII con las condiciones necesarias para iniciar la industrialización. Poseía un riquísimo imperio colonial; la población de las islas y la de
las
colonias estaba en expansión, tenía un alto nivel de vida y demandaba una gran
cantidad de
artículos; su situación
oceánica le
facilitaba
el acceso
a mercados ultramarinos y permitía el transporte de mercancías por barco; poseía una gran cantidad
de materias primas adecuadas para utilizarlas en
industria como carbón, hierro y agua y la carencia de madera
propició la pronta utilización de combustibles fósiles. También contaba con facilidades para el transporte fluvial. Gracias al comercio, había una gran acumulación
de capitales y las medidas librecambistas
adoptadas favorecían las transacciones.
Los avances tecnológicos, que no habían dejado de producirse desde la Edad Media,
sufrieron una aceleración en aquellos sectores que tenían que responder a la demanda.
El sector productivo en el que la adopción era los nuevos avances tecnológicos tuvo un
mayor
impacto fue el textil.
Los británicos crearon una serie de máquinas mecánicas para mejorar la elaboración de
textiles. En 1733, John Kay inventó la lanzadera volante, logrando reducir notablemente el tiempo para fabricar una pieza de tela. La mayor velocidad de producción de tejido disparó la demanda de hilo. La industria de hilaturas experimentó un notable avance en
1763, cuando James Hargreaves construyó la spinning-jenny, un instrumento mecánico capaz de reproducir el trabajo de un hilador con la rueca y mover varios husos a la vez, abaratando el proceso.
La primera máquina movida con la energía hidráulica aplicada a la industria textil fue la water frame, inventada
por
Robert
Arkwright,
que aumentó la
producción
de hilo utilizando algodón. En 1779, Samuel Crompton perfeccionó esta técnica construyendo
otra máquina con la
que se podía
conseguir hilo más fino y resistente.
A partir de estos momentos, todas las fases de la producción de tejidos se mecanizaron y
perfeccionaron. También se inventó una forma de estampar por medio de un rodillo; a finales del
siglo XVIII se descubrió un método
químico
para
blanquear
las
telas rápidamente y los telares mecánicos sustituyeron a los manuales produciendo con más calidad y con mayor
rapidez.
Como el algodón era importado de la India, América y Egipto, las industrias textiles
se concentraron en Lancashire y la Baja Escocia para abaratar el transporte, convirtiéndose
Manchester
en la capital de esta industria.
En 1705 Thomas Newcomen patentó un modelo de máquina de vapor para bombear el agua de las minas; Watt perfeccionó este descubrimiento inventando un método para independizar la vaporización y la condensación de los cilindros del condensador con el fin de consumir menos energía, y la fue perfeccionando a lo largo de los años. En 1766 consiguió su propósito y este
acontecimiento cambió radicalmente la producción. Las máquinas movidas por vapor se aplicaron para la fabricación de algodón a partir de 1780. La máquina
de vapor supuso el mayor avance tecnológico del siglo XVIII.
En cuanto al hierro, la mayor dificultad era la transformación del mineral. La sustitución
del
carbón por
el coque permitió la
producción masiva de acero.
La industria textil y la siderúrgica fueron los
sectores productivos más importantes en la industrialización de Gran
Bretaña.
Gran Bretaña contaba en 1850 con la red más densa de ferrocarriles, las técnicas más avanzadas en todos los sectores y la marina más importante del mundo. La renta per cápita creció, la población se duplicó y la participación de los sectores de fabricación,
minería y construcción pasó de ser
una
cuarta a una tercera parte en
el PIB.
2. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL EN LOS DISTINTOS PAÍSES
Prácticamente
hasta el
primer
tercio
del siglo XIX, la Revolución Industrial no
se extendió fuera de Gran Bretaña. Los británicos intentaron conservar el monopolio de sus
inventos y comercializaron solamente su producción en el extranjero. Los fabricantes
continentales, en principio, imitaron la
maquinaria inglesa y trataron
de importar
trabajadores
especializados.
Bélgica, que contaba con materias primas como hierro y
carbón, fue uno de los primeros países del continente que se industrializó.
La revolución francesa y sus consecuencias desanimaron a los inversores y retrasaron la
industrialización en Francia, donde además existían otros motivos para su retraso. La
propiedad
de grandes latifundios en
manos de nobles, poco partidarios de la inversión en reformas tecnológicas; la debilidad
demográfica, con una tasa de natalidad en
descenso y la escasez de
recursos naturales han sido señalados como inconvenientes para una industrialización temprana. Durante el Segundo Imperio se desarrolló una nueva política económica
y desde mediados del
siglo
XIX,
Francia
fue una importante
potencia industrial que en parte debió su despegue al sector siderúrgico, desarrollado gracias a la expansión del ferrocarril.
Alemania contaba a principios
del siglo XIX
con grandes recursos
naturales,
una población en ascenso y unos recursos agrícolas muy importantes. La unión aduanera, el Zollverein, creada en 1834, a la que se fueron uniendo la mayor parte de los Estados, facilitó la formación de un amplio mercado común. La gran extensión de líneas férreas construidas a mediados del XIX contribuyó a la expansión del sector
del hierro, el acero y
el carbón. Sin embargo,
su fragmentación política
impedía que
se emprendieran
proyectos unitarios y hasta después de la unificación en 1870 no se inició el desarrollo
industrial que a partir de esos momentos fue muy rápido, sobrepasando a finales del siglo XIX a Gran Bretaña en la producción de acero y se convirtió en líder mundial en industria química.
España tardó más que los países de su entorno en incorporarse a la Primera Revolución Industrial. La Guerra de la Independencia, la pérdida de los colonias americanas, la vuelta al absolutismo durante el reinado de Fernando VII y las Guerras Carlistas crearon
un clima de
inestabilidad política nada favorable para el desarrollo de una industria
nacional. La industria textil empezó a utilizar la máquina de vapor en 1844, ya durante el reinado de Isabel II,
gracias al régimen político liberal constitucional. En 1848 se inauguró la primera línea de ferrocarril entre Barcelona y Mataró, seguida en 1855 de la de Madrid a Aranjuez, pero la expansión de este medio de transporte de mercancías y
personas no llegaría hasta años más tarde. A partir de 1854, con los progresistas en el poder, se llevó a cabo una política de liberalismo económico que favoreció la entrada de capitales extranjeros. Las circunstancias políticas en España, con la revolución de 1868 y la posterior instauración de la Primera República, no permitieron al país llegar a ser una potencia industrializada hasta el siglo XX. Por diversas circunstancias, sucedió lo
mismo en otros países como Rusia, Italia, Dinamarca y los situados en el este de Europa.
EE.UU.
contaba
ya a
principios
del siglo XIX con
unos
recursos naturales extraordinarios
y una mano de obra
especializada
que le
permitieron una
rápida industrialización. A pesar de la distancia con Gran Bretaña, sus relaciones comerciales continuaban
siendo
fluidas,
había
un intenso
tráfico marítimo y una
inmigración incesante que favorecía la difusión de las nuevas técnicas. La guerra con
Inglaterra entre
1812 y 1815 impidió el abastecimiento de productos manufacturados propiciando la
creación de gran cantidad de
industrias
locales;
además, el Estado promocionó
la invención y la adaptación de maquinaria para ahorrar trabajo. La red fluvial favoreció el
intercambio de productos incluso antes de que
se desarrollaran las vías férreas.
La mejora de las comunicaciones
permitió que el país
avanzara de forma más rápida y la instalación de fábricas en puntos alejados de los lugares de producción de la materia
prima. La
creación de líneas de ferrocarril fue fundamental para la colonización del
Oeste, que lo convirtieron en la región ganadera y agrícola por excelencia así como en mercado para los productos industriales fabricados en el Este. En 1869 se estableció ya la comunicación de la costa Atlántica a la del Pacífico por las compañías privadas
Central Pacific y Union Pacific.
La densidad de población en EE.UU. a principios del siglo XIX provocaba una gran escasez de mano de obra a pesar de la inmigración; para trabajar las fincas algodoneras del sur se importó gran número de esclavos africanos. A
finales del siglo XIX, EE.UU. era ya la mayor potencia industrial del mundo.
La competencia por parte de los distintos países en cuanto a sus adelantos industriales y el afán por darlos a conocer dio lugar a la celebración
de Exposiciones Internacionales.
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