lunes, 19 de mayo de 2014

Historia de la Arqueología

1. Introducción.

El autor de la obra es Víctor Manuel Fernández Martínez, arqueólogo especializado en prehistoria y catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.
En esta obra planteará una historia y metodología de la arqueología, uniendo ambos y ejemplificando en todo momento sus planteamientos.
Analizando la introducción se pueden ver los planteamientos del autor y los objetivos que pretende mostrar en la obra, comenzando por destacar el sentimiento que según él mueve a todo arqueólogo, y es el sentimiento de descubrir que hubo más allá de los restos que estudian día a día. Llega a presentar el hecho de que muchos piensan que detrás de estos restos, detrás de lo estudiado, se encuentra la respuesta al porqué de lo que se vive en la actualidad histórica. Quizás tras este hecho se encuentra toda la justificación del autor sobre la importancia del arqueólogo y la arqueología en la sociedad cómo testigos de los restos que el pasado nos ha legado, persiguiendo la obra ese objetivo de mostrar lo que mueve al arqueólogo en torno a esa premisa.
Al plantear más adelante en el libro la metodología de la arqueología expondrá el hecho de que la misma no es una ciencia tan pura cómo cualquier otra, incluidas las ciencias sociales, por el hecho de radicar las cuestiones principales en el ser humano, al igual que las interpretaciones, estando pues sujetas a lo que cada uno quiera plantear.
No obstante, esta idea al justificar la arqueología cómo ciencia es un problema que cualquier ciencia social percibe por ser ciencias humanas, y por lo tanto sometidas a juicios sociales, personales, y otras muchas variables más. Esto se agudizaría ante la cada vez mayor relación de la arqueología con otras disciplinas, más allá de la historia, tal cómo es la antropología, o incluso con otras ciencias cómo biología, física, etc., es decir, se agudiza la problemática de justificar la arqueología cómo ciencia al añadirse las problemáticas de las otras disciplinas de las que se sirve y ayuda.
A pesar de todo, queda patente la unión de la arqueología a la historia y otras disciplinas, de las cuales beben mutuamente en sus trabajos, siendo otro aspecto que tratará el autor al ejemplificar la metodología actual y al ejemplificar nuevas tendencias cómo por ejemplo la Nueva Arqueología.
En esto el autor defenderá la arqueología cómo ciencia conjunta, pero no dependiente, es decir, que rompe con el hecho de ver la arqueología cómo herramienta de otras disciplinas.
Por ejemplo, plantea la arqueología cómo una ciencia conjunta a la historia (oponiéndose a la clásica visión de la arqueología cómo herramienta menor de la historia), y destaca el hecho de que se han de formar arqueólogos y no historiadores especializados, en la medida en que el buen trabajo lo da el conocimiento metodológico antes que la especialización contextualizada, planteando el ejemplo de que un arqueólogo a pesar de que este formado cómo arqueólogo – prehistoriador, realizará mejor el trabajo de una excavación medieval que un historiador medievalista sin conocimiento sobre metodología arqueológica.
También plantea el autor que la arqueología a través de los años se ha ido ligando a las fuentes escritas en general, y ha ido bebiendo de otras disciplinas cómo la antropología socio-cultural (por ejemplo), para poder dar un análisis y comprensión mejor de los estudios que se estén realizando, dando lugar a especialidades cómo por ejemplo la etnoarqueología.
Fernández Martínez en este punto, siguiendo con su planteamiento sobre los objetivos que el libro pretende abarcar, plantea la división de los apartados metodológicos, poniendo en práctica la variable organización de los mismos según la evolución histórica que sigue la metodología arqueológica, así cómo la variabilidad de la misma en función de su grado de base empírica y las distintas posturas que surgen en función a las distintas interpretaciones metodológicas y conceptuales de la arqueología a través de la historia.
Para finalizar con la introducción de las ideas del libro, el autor remarca los cambios que la nueva edición recoge, y que ponen de manifiesto la evolución anteriormente mencionada de las teorías que componen la arqueología, pudiendo el autor recoger en el libro los nuevos avances que desde la primera edición habían sufrido la arqueología y sus órganos metodológicos y teóricos.  
En cualquier caso, a continuación veremos desarrolladas todas estas ideas que el autor plasma en su obra.

2. Historia de la Arqueología.

Al enfocar esta disciplina, los historiadores podemos elegir su perspectiva dentro de un abanico amplio de posibilidades. Dentro de este ámbito teórico variable nos encontramos con dos extremos. Por un lado está el hiperpositivismo tradicional, y por el otro el relativismo posmoderno. Dentro de este abanico de posibilidades, si los historiadores actuales, en general, tuvieran que elegir una teoría por la cual mirar y estudiar la arqueología, sería el relativismo posmoderno, tal vez por ser más reciente y este todavía viva la emoción de su “descubrimiento”.
Este postulado teórico tuvo su momento estelar con la publicación de La estructura de las revoluciones científicas (1962), de Thomas S. Kuhn. A partir de esta obra se estableció que la ciencia no evoluciona de una manera continua, sino que lo hace por cambios bruscos, denominados “revoluciones científicas”, entre los cuales se encuentran periodos más largos en el tiempo, denominados períodos de “ciencia normal”, en los que domina un mismo paradigma. Pero a diferencia de las ciencias físico-naturales, la arqueología, y otras disciplinas humanistas, no presentan, ni siquiera en las épocas de “ciencia normal” o estable, un mismo paradigma. En la arqueología, se entre mezclan y compiten éstos por la atención de los investigadores. Y, en cada comunidad científica, prevalece un paradigma particular que ejerce el papel dominante.

2.1 Los primeros ensayos. Antigüedad y Edad Media.

Por lo que sabemos, o más bien deducimos, los orígenes de la arqueología tuvieron que ser míticos, explicando el origen de los hombres mediante el recurso a una historia o alegoría, más o menos fantasiosa pero ligada a la religión. Este suceso provoca que la realidad contada en dicha historia no se corresponda con la realidad del ser humano del momento. En estas historias aparece constantemente la figura de una deidad la cual se relaciona con los seres humanos en su origen, por lo que “nos” presenta como un ser vivo con una constante fuente divina o también, se nos presenta como unos seres que se separaron de las divinidades mediante unos procesos de caos. De todas maneras, en estas historias fantasiosas los elementos humano-dios/es aparecen siempre entremezclados, y a la vez son elementos necesarios como impulsores de un hecho. Pero estos mitos que se presentan por separados para explicar y hacer entender pequeños sucesos, tanto de la vida cotidiana como de lo extraño, se encuentran perfectamente tramados en el conjunto de una religión que explica de esta forma el pasado y justifica el presente.
Pero estas historias que se contaban en la Antigüedad y en el medievo, son de suma importancia ya que compondrán la denominada cultura “occidental”. Esta cultura tiene su origen en las tradiciones grecorromanas, influidas a su vez por mitologías orientales, que con posterioridad se entremezclaron con los ritos judaicos, así han llegado a nuestros días. Pero esta mitología no tiene una sola línea de pensamiento, sino que al principio de la cultura grecorromana aparece, por un lado, la visión del origen y evolución humanos como una caída o degradación continua (ideas como la “Edad de oro” de Ovidio o la idea del “Paraíso Terrenal” judío, pertenecerían a esta primera corriente); y, por el otro lado, se encuentra el concepto de la ininterrumpida progresión moral y social del hombre (seguidores de esta corriente son, por ejemplo, los autores romanos Lucrecio  Diodoro de Sicilia, que ven al hombre como un animal que ha ido ascendiendo en un largo proceso sobre el resto de los animales).
Pero todo esto eran teorías, y la arqueología es una ciencia eminentemente práctica, pero en la Edad Antigua apenas se intentó conectar dicha teoría con la práctica, y aunque se recogieran objetos artísticos y de valor (el primer “museo” conocido se creó en Mesopotamia en el siglo V a.C.) se despreciaban las ruinas. Y algo muy parecido ocurrió en la Edad Media, en donde solo quedaban las interpretaciones campesinas de tipo mágico como única opción a la ciencia teológica oficial. Incluso, algunos tratadistas de la época recogieron la idea de que ciertos útiles líticos tenían un origen celestial.
En este sentido, otra idea muy popular en la época, era la existencia de unos antepasados comunes gigantescos. Por lo tanto, esta teoría seguía la corriente de la degeneración de la raza humana, en este caso física, a partir de los orígenes.

2.2 Renacimiento e Ilustración.

El Renacimiento supuso un cambio en las mentalidades que afectó y produjo un gran avance en la arqueología. Aparecieron entonces las primeras colecciones amplias de objetos artísticos de épocas anteriores, entre las que destaca la del Vaticano. Este renacer de las ciencias y filosofías antiguas, olvidadas durante la Edad Media, hace que podamos hoy colocar en ese momento el nacimiento de la denominada “mentalidad científica”. Por ende, la ciencia de la arqueología da también sus primeros pasos.
Por otro lado, los descubridores de las nuevas tierras americanas, y en especial los misioneros trajeron largas colecciones de útiles y objetos primitivos semejantes a los hallados en Europa, por lo que la comparación e incluso identificación de funciones entre unos y otros parecía lógica (uno de los primeros que percibieron estas semejanzas y compararon útiles europeos y americanos fue el italiano Pedro Mártir de Anglería, historiador de las Indias a manos de la corona española). Ante este hecho, la tradición académica no tardó en incorporar la nueva interpretación y se comenzó a rechazar la idea del origen celestial de los útiles líticos. Toda esta conjunción de sucesos y teorías serán la base de la moderna arqueología.
Durante los siglos XVII y XVIII, el centro innovador se trasladó de Italia a Francia, donde se favorecía la continuación de estas ideas. Son ahora sobre todo los jesuitas los que siguen la tradición arqueológica anterior, basándose en la observación de los abundantes restos prehistóricos franceses y su comparación con los norteamericanos. Entre estos jesuitas destaca Joseph-François Lafitau, misionero en Canadá, quien escribió, en 1724, Costumbres de los salvajes americanos, comparadas con las costumbres de los primeros tiempos. Con esta obra, Lafitau, fue uno de los precursores de la teoría evolutiva, al afirmar que todas las civilizaciones pasan por unos estadios primitivos hasta ir evolucionando con el paso del tiempo. De sus ideas se dedujeron luego consecuencias teóricas muy importantes, como el método etnográfico y el relativismo cultural.
Pero no será hasta la Ilustración cuando se extienda y se consolide otra tendencia que hoy tiende a verse negativamente por muchos arqueólogos: el coleccionismo o tradición de los “anticuarios”. Esta corriente buscaba sobre todo desvelar los orígenes del propio país. Se desarrolló con mayor fuerza en la Europa central y nórdica, ligado al patriotismo incipiente de esas naciones que se afirmaban en el protestantismo y la economía capitalista, pero que carecía de restos de civilizaciones antiguas gloriosas, e intentaron que los pueblos antiguos estuvieran a la misma altura que los grandes pueblos mediterráneos. Esto nos muestra como la arqueología ha estado íntimamente unida desde sus inicios a los movimientos nacionalistas. Este hecho, que puede parecer negativo, no lo es tanto si pensamos en el impulso que el nacionalismo supuso para el desarrollo histórico de la disciplina.
Pero no solo se daba este tipo de arqueología basada en el nacionalismo de cada país, también había un tipo de arqueología denominada “anticuarios extranjeros” o directamente “colonialista”, que desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX se dedicaron a despojar los restos más importantes de las áreas colonizadas, en especial las arqueológicamente más ricas, como Mesopotamia o Egipto. Como resultado, obeliscos, estatuas, templos, etc. se pueden encontrar hoy muy lejos de sus lugares originales. Estas actividades representan todo lo contrario a la arqueología de anticuarios, ya que utilizan la arqueología para enriquecer el país pero expoliando a la colonia. Pero no todo era enriquecer el país sin más, no. Estas expoliaciones tenían también un objetivo científico  y provocaron avances importantes como el desciframiento de la escritura egipcia por Champollion en 1821; y desde el punto de vista metodológico supuso un avance en el refinamiento de las técnicas de excavación.

2.3 Problemas con la Geología.

A comienzos del siglo XIX existía ya una cierta idea de que los restos arqueológicos correspondían a los humanos prehistóricos anteriores a los romanos, que se podían relacionar con los pueblos primitivos. Pero todo ello no bastaba para construir una ciencia histórica, ya que no se disponía aun de ningún método para medir el tiempo de la prehistoria, no en sentido absoluto ni en el sentido relativo.
La ciencia oficial seguía todavía los dictados de la Biblia y este texto daba una idea aproximada del tiempo transcurrido desde la creación, que fue calculado por el arzobispo de Armagh, James Ussher, colocando la formación del mundo en el año 4004 a.C. Esta fecha, tan precisa por un lado y tan errónea por otro, se aceptaba en los medios académicos y asimismo se creía que todas las especies habían sido creadas por Dios en la misma forma y variedad que tienen actualmente (teoría evolucionista). Sin embargo, la ciencia geológica iba avanzando y estudiaba la enorme variedad de animales fósiles que eran recogidos en los depósitos y que mostraban el cambio de las diferentes especies. Esto contradecía totalmente el modelo bíblico y creaba no pocos problemas de conciencia en los naturalistas, que no sabían cómo interpretar la evidencia que iban descubriendo.
Georges Cuvier, trató de solucionar esta cuestión, proponiendo la existencia pasada de una serie de catástrofes que aniquilaron sucesivamente todas las especies, las cuales eran creadas de nuevo por Dios, de una manera más perfeccionada (teoría catastrofista). El Diluvio Universal narrado en la Biblia fue el último de estos cataclismos. Se proponía la existencia de veintisiete o treinta y dos estratos geológicos que correspondían a los diluvios o catástrofes. George de Buffon elevó ya a ochenta mil años la edad de la Tierra y dedujo que el hombre tenía que haber sido creado después del penúltimo de estos desastres naturales, de origen divino. Pero rápido esta teoría de Buffon quedaría en entre dicho, ya que John Frere descubrió en Hoxne (Inglaterra) unas piedras talladas, hoy llamadas “bifaces”, al lado de restos de grandes animales desaparecidos, que entonces se denominaba “ante-diluvianos”. Por lo tanto, dedujo que existió un hombre “ante-diluviano”, lo cual no era admitido por la Iglesia. Según avanzó el siglo XIX, se sucedieron descubrimientos similares.
Mientras tanto, la geología y la biología sufrían también importantes cambios. El escoces Charles Lyell fundaba la geología moderna con su obra Principios de Geología, que rompía con la teoría catastrofista afirmando que no se podía admitir en el pasado procesos diferentes de los conocidos en la actualidad, que no son súbitos sino graduales. Charles Darwin, se decidió a publicar el resultado de sus descubrimientos en El origen de las especies, punto de partida de la teoría evolucionista.
Otro importante descubrimiento vino a poner la guinda sobre esta primera combinación de teoría y práctica en la historia de la arqueología prehistórica: se sabía que la humanidad era muy antigua y se conocían los objetos que habían manufacturado pero hacía falta encontrar sus propios restos. Y esto fue lo que sucedió cuando unos obreros descubrieron los restos del “hombre de Neanderthal” en la villa alemana de Neander en 1856. Los restos de este hombre fueron aceptados por la comunidad científica como los restos de nuestros más antiguos antepasados.
A lo largo del siglo XIX, por lo tanto, se colocaron las bases de la arqueología prehistórica moderna, al insertar el origen y evolución del hombre en el entramado evolutivo de la Tierra misma (geología) y del resto de los animales (biología). El ser humano ya no era algo diferente y original colocado por Dios para reinar sobre el universo, sino el último producto, hasta ahora, del errático camino seguido por ese mismo universo. Desde que se impuso esta visión, las ciencias naturales han sido inevitables y necesarias auxiliares de la historia.
Los avances que se han resumido hasta el momento, se refieren al aspecto de cronología absoluta. La misma medición de ese tiempo se perfeccionó con los progresos que realizaba la física, y Lord Kelvin ya colocó la edad de la Tierra en más de un millón de años basándose en la teoría termodinámica y en los escritos de Fourier. No obstante, habrá que esperar a las aplicaciones de la física nuclear a mediados del siglo XX para que la prehistoria cuente con unos “relojes” relativamente fiables. Antes hubieron de interesarse más en la cronología relativa, el orden  en que se sucedieron los hechos y los fósiles humanos. En esto ofreció una gran ayuda la geología, al contar con un método de ordenar los niveles geológicos, denominado “método estratigráfico”.
Sin embargo, el primero que comprobó en la práctica un sistema de cronología relativa, no fue ni un excavador ni un geólogo, sino lo que hoy en día denominaríamos como “conservador de museo”, el danés Christian Thomsen.
En resumen, los objetos antiguos que estudia la arqueología dejaron de ser unidades aisladas y empezaron a tener sentido sólo a partir de este momento. No obstante, paralelamente, a lo largo del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX se realizaron los descubrimientos más importantes, como los restos de nuevas especies humanas (Cro-Magnon en Francia, Erectus en Java y China, Australopithecus en Suráfrica), y se excavaron los yacimientos arqueológicos que sirvieron para definir la mayoría de las culturas prehistóricas hoy conocidas. Desde el punto de vista teórico, ese período fue también el de la implicación de los dos primeros paradigmas de importancia en la arqueología.

2.4 Los primeros paradigmas modernos: Evolucionismo e historicismo.

En la historia del pensamiento europeo se entiende por “moderno” al paradigma metateórico general que se concretó en la Ilustración y que básicamente defiende la unidad psíquica del género humano. La base de las ideas evolucionistas estaba ya contenida en el paradigma ilustrado, aunque todavía no se conociera prácticamente ningún dato que las corroborara.
Otra característica del paradigma fue su identificación con las posiciones políticas progresistas, pues surgió de la mano de la emergente burguesía en su lucha contra los estamentos privilegiados. Cuando esta misma burguesía que lo había apoyado, conquistó o pactó su acceso al poder las ideas evolucionistas les dejaron de serles atractivas. Tal vez, esto explica que la arqueología se desarrollase teóricamente más durante la primera mitad del siglo XIX en las zonas periféricas de Europa, como en Dinamarca o Escocia.
Sin embargo, poco después de mediados de siglo publicaron sus obras más influyentes dos autores ingleses, Spencer y Darwin. Herbert Spencer asoció los principios de la evolución con la iniciativa privada y el individualismo e identificó el paradigma ilustrado con el liberalismo económico y así lo despojó de sus primeras asociaciones revolucionarias. Por otro lado, el principio de selección natural de Darwin fue traspasado rápidamente a la evolución cultural, creando el “darwinismo social” y la idea universal de la “supervivencia de los más fuertes”, también influencia de Spencer y Galton.
El cambio que esto produjo fue sutil pero importante: todos estamos sometidos a las leyes de la evolución, pero en ese único camino, unos van por delante de otros porque han hecho más “méritos”, y las desigualdades que el la tradición de la Ilustración apenas eran recalcadas se convierten ahora en decisivas. El prestigio del darwinismo sirvió indirectamente para justificar las viejas ideas racistas, que defendían el origen por creación divina de las distintas razas.
El paradigma evolutivo aplicado a la arqueología quedó establecido en este momento y donde mejor se expresó fue en el volumen Prehistoric Times, de John Lubbock, Lord Avebury. Donde más crudamente se manifestó este exagerado etnocentrismo fue en la arqueología colonial, en la que nunca se admitía que los antepasados de los actuales nativos fuesen los autores de los restos más importantes que se descubrían. Así, los colonos europeos creían que estas grandes obras fueron realizadas por antiguos viajeros europeos o asiáticos.
Esta fue también la época del entusiasmo evolucionista en antropología, que llevó a un consenso bastante general en el paradigma del evolucionismo unilineal: todos los pueblos debían pasar obligatoriamente por una serie de estudios culturales. Pero de forma paralela, se iban creando las bases de una tradición contraria, particularista en vez de generalizadora, la historicista que luego triunfaría en el siglo XX.
Esta teoría fue también impulsada, igual que lo fue en su momento la arqueología, por los nacionalismos, que impulsó la búsqueda de los orígenes de distintos países, como por ejemplo los que formaban el imperio austro-húngaro y aspiraban a la independencia.
Paralelamente, en antropología se produjo al mismo tiempo una reacción contra la rigidez del modelo evolucionista unilineal, y toda una nueva generación de antropólogos empezaron a considerar cada cultura humana como una entidad única, que debía ser entendida en sus propios términos, que siempre son resultado de una secuencia histórica y particular de acontecimientos (particularismo histórico). Y en consecuencia, como antítesis del evolucionismo que creía más en la capacidad inventiva humana, la explicación del cambio cultural ahora preferida era la difusión (difusionismo), es decir, los inventos y avances técnicos se produjeron en muy pocos sitios y de ahí se propagaban a todos los demás, bien por contacto (aculturación), bien por migración o invasión militar.
Hacia mediados de siglo, los etnólogos alemanes empezaron a usar la palabra “cultura” para referirse a sociedades campesinas que evolucionaban más lentamente que las “civilizaciones”  y poco después todos los antropólogos hablaban de “culturas primitivas” para referirse al conjunto de conocimientos, creencias y costumbres que adquirían los seres humanos por ser miembros de una sociedad.
Y, aunque el objetivo era identificar a los autores históricos de esas culturas arqueológicas, a medida que se iba hacia atrás en el tiempo los grupos humanos eran cada vez más anónimos. En general, las culturas se llamaron por el nombre del yacimiento donde primero fueron descubiertos.
Varios arqueólogos marcaron esta época, todos ellos de países nórdicos europeos: Montelius, Kossinna y Gordon Childe.
Oscar Montelius, es uno de los nombres más importantes de esta época, en lo que arqueología se refiere, ya que fue el primer autor en elaborar una síntesis de la prehistoria final europea, organizada mediante la ordenación cronológica de los hallazgos compuestos por muchos elementos del Neolítico, Edad del Bronce y del Hierro, luego divididos en períodos que todavía hoy, aunque con distintos nombres, son usados por los prehistoriadores del continente. Otra de sus ideas básicas fue la llegada por difusión desde el área nuclear del Próximo Oriente de todos los avances técnicos que se registraron en Europa durante los períodos anteriores.
Otro gran autor, aunque con ideas muy racistas y de supremacía racial, fue Kossinna, quien estableció el canon del enfoque histórico-cultural con su descripción completa de la prehistoria europea dividida en un rico mosaico de culturas, correspondientes a tribus y grupos culturales, huella de los grandes pueblos (entre los que destaca al pueblo alemán), abandonando definitivamente todo concepto evolucionista, además de fijarse en los modos de vida prehistóricos y  no únicamente en la tipología de los artefactos.
Y, el último de estos grandes autores de esta época es Gordon Childe. Este autor siguió en las síntesis que publicó Kossinna en los años veinte sobre la prehistoria europea, aunque Childe mantuvo la marca británica del difusionismo oriental como explicación última. Ya en esta época, contribuyó a la concreción del concepto de cultura. La mayoría de las culturas se definían por un número reducido de “fósiles directores”, que son unos tipos de artefactos característicos de cada una de ellas, a los que aplicó un entonces novedoso enfoque funcionalista.

Por último, antes de mediados del siglo XX aparece un nuevo enfoque, ya desarrollado por Childe, que es el funcionalismo y que tras su implantación en la arqueología norteamericana durante los cuarenta y cincuenta, y empujado por la neopositivista filosofía analítica se fusionó con una renovada visión del viejo evolucionismo para dar en los sesenta y setenta el que hoy es todavía el paradigma dominante en la escena internacional: la Nueva Arqueología o arqueología procesual. 

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